viernes, 5 de diciembre de 2008

CAP. II . DONDE APARECE EL GALGO DEL AUTOR Y OCHO BOLAS MÁGICAS QUE ACABARON ARRUINANDO A UN TAL CIPIÓN Y A CIERTO LEGO FANFARRÓN.

CAP. II . DONDE APARECE EL GALGO DEL AUTOR Y OCHO BOLAS MÁGICAS QUE ACABARON ARRUINANDO A UN TAL CIPIÓN Y A CIERTO LEGO FANFARRÓN.
Tenía el sobredicho pueblo un castillo en lo alto de la montaña, al que se accedía subiendo la cuesta de su calle mayor, y en el que jugaba entre sus almenas todas las mañanas, antes de ir al río a bañarme. Estaba imbuido en aquellos tiernos años por el espíritu del Príncipe Valiente, película que me había causado mucha impresión, además del Guerrero del Antifaz, el Capitán Trueno, y sobre todo el Jabato, cuya colección hacía, y un libro que había leído despacio y con mucha paciencia, el de Amadís de Gaula. Incluso me había hecho una espada de madera y una capa, y de tal guisa me pasaba las mañanas dando mandobles al aire defendiendo el castillo de siniestros enemigos, intrusos o esbirros que pretendían apoderarse de él.
Héteme aquí convertido en el más valiente caballero, con princesas y todo, no podía pasármelo mejor ¡que tiempos! Recuerdo que no me habían dejado traer de Villalpando mi otra espada y me tuve que hacer una allí. Con una tablilla larga y otra corta y una punta, quiérese decir un clavo, me hice una bien buena, sólo que los dos palos se movían con el entusiasmo de mis peleas, teniendo que recolocar continuamente la posición de la tabla corta, lo cual era una lata que interrumpía constantemente mis batallitas. Conseguí al poco otra punta y con dos no se volvió a mover, sólo que, al dar el golpe en la juntura, la cruz se meneó un poco, quedando ligeramente torcido el eje de coordenadas, lo cual me molestó mucho. La torre, el paisaje y mi no muy perfecto eje de coordenadas tienen cierta importancia premonitoria en la orientación y desorientación de esta historia, pues allí comenzó su deriva.
Cierto día que estaba en el castillo esperando que se formase la expedición para bajar al río, mientras organizaba las defensas y presto al combate, llegaron mis padres con nuestros anfitriones para contemplar el magnífico paisaje que desde allí se divisaba, el río y el puente abajo, y una colección de montañas y valles todo alrededor. Por allí está Portugal, muy cerquita, y por aquí al norte, contaban, casi se divisa un pueblo que era el único en España que se llama Cervantes, y, además, en el pueblo de al lado es muy frecuente el apellido Saavedra. Decían todo esto con mucho orgullo y dándole mucha importancia, pues era señal de que ese tal Cervantes tenía que proceder de por allí y que cierto lugar de noseque mancha tenía que ser ese, y así me lo recalcaron como algo a saber y recordar.
Pero ya he contado todo lo que necesariamente tenía que decir de mi corta estancia en Puebla de Sanabria. Luego, los siguientes años fueron para Galende, cerca del lago de Sanabria, al que se tomó tal afición que incluso las idas allí se combinaron con el nuevo pueblo al que, tras veinte años en Villalpando, había sido destinado mi padre. Era éste Villanueva de los Infantes, en Ciudad Real, y cerca, a treinta Km. del celebérrimo Valdepeñas, pero antes tengo que aclarar que todo esto significó un cambio de ciudad, pues Zamora fue sustituida por Madrid, adonde llegué con ocho años y hasta ahora.
La llegada a la gran capital del reino y la instalación en la Glorieta de Embajadores supuso que empezara a estudiar en un Instituto de Enseñanza Media que estaba en la misma glorieta, en lo que fue la vieja facultad de veterinaria donde había estudiado Pío Baroja, y que se llamaba ¡que casualidad! Instituto Cervantes. Así pues, para ir al cole no tenia más que llegar al otro lado de la glorieta, corto viaje. Allí empecé haciendo preparatoria para el ingreso, luego venia “ingreso”, y después hice allí los cinco primeros cursos de bachillerato.
Pero lo que atañe a esta historia se refiere a mi primer año allí, en “preparatoria”, donde con mis ocho años tuve que demostrar mis dotes con la lectura. Y fue esto debido a que nada más entrar en esas aulas el maestro Pita, el de semiparvulitos, nos mandó comprar a todos un libro que había de ser leído y comentado en clase.
Se trataba de un libro pequeñajo y de pastas verdosas, en cuya portada se encontraban dibujados aquellos dos extraños personajes, uno alto y flaco y el otro bajo y gordo, que ya había conocido en la misma estampa y postura en una estatua inmensa que se podía ver en la Plaza de España, en medio de los dos únicos rascacielos que tenía Madrid entonces, y que ya había visto en mis primeros días en la ciudad. También estaba la estatua del tal Cervantes, que, entre lo que me habían dicho en Puebla y el instituto que me había tocado, era un nombre que ya me empezaba a sonar. El caso es que en la portada de ese pequeño libro, que era lo que se conoce como un “quijotin” o Quijote resumido, estaban aquellos dos señores de la estatua, igual, igual, y eran don Quijote y Sancho Panza, sobre su rocín y su asno respectivamente.
Todas las tardes, a partir de mediados de octubre, que fue cuando se consideró que había un libro por pupitre, pues no todos lo pudieron comprar, a la hora de la siesta teníamos sesión de lectura con dicho libro, lo cual era un martirio auténtico pues cada niño leía un poquito, hasta que se oía un golpecito de puntero del señor Pita, y se lo pasaba al siguiente con el dedo puesto donde continuaba la lectura, y así uno tras otro.
El primero que empezó fue mí compañero de pupitre, cuyo apellido empezaba por “a”, como el mío, y tras leer, destrozando, la primera frase, me pasó el libro y yo destroce la siguiente: …una o…o…olla… de algo…mas vaca… que car…nero, salpi…salpi…salpicón las más noches, due…los y que… y que… y que insoportable me resultó aquello. Finalmente acabé mi frase y otro tomó el relevo, otro suplicio. Y así niño tras niño, tarde tras tarde, semana tras semana, y tras algunos meses, que a mí se me hicieron años, conseguimos acabar el dichoso librito cuando el viejecito, el alto y flaco, el que se había vuelto loco dedicándose a la orden de la caballería andante creyéndose un héroe, se convertía en cuerdo y se moría por fin.
¡Qué aburrimiento pasé aquellas tardes! No entendí nada, ni yo ni nadie. Qué libro más plomo, qué rollo era leer así, sin comprender nada de nada, a pesar de que el maestro de vez en cuando trataba de orientarnos un poco y contarnos el argumento o situarnos en alguna de las innumerables historias que se narraban. Así, de la primera frase, en la que se hablaba de cierto lugar de la Mancha cuyo nombre decía no recordar, nos explicó que nadie sabía cuál podía ser este lugar, pero yo para mis adentros pensé que era el único de la clase que lo sabía, pues no podía ser otro que el Cervantes de Sanabria, pero sólo se lo dije a mi compañero en el recreo y no me hizo mucho caso.
La sensación general era que ese viejo libro era insufrible, y nos lo habían hecho leer sólo porque el nombre del autor era el mismo que el del instituto, así los del “Lope de Vega” tendrían que leer algo de este otro. Lo único bueno de todo esto es que se organizó una excursión a Alcalá de Henares, lugar donde había nacido Cervantes, y nos llevaron a su casa, que me gustó mucho, aunque después haya sabido que no es seguro que lo fuera.
Pero en definitiva el librillo me había parecido un tostón inaguantable que no tenía nada que ver con las aventuras del Príncipe Valiente o Amadís, mucho más divertidas. Lo mejor del libro es que era muy corto, aún así consideré que ya había tenido suficiente dosis de Quijote, que ya lo había “leído”, no me había gustado y juré para mis adentros que no volvería a leer nunca más nada de Cervantes y a ser posible no saber más de él en mi vida, pues ya había cumplido sobradamente con esa “lectura”.
En el siguiente verano, después de unas semanas en Galende, fuimos toda la familia a pasar los casi tres meses restantes de vacaciones al nuevo destino de mi padre, otro pueblo pero más grande e importante. En el coche, por el camino, iba oyendo explicaciones y características del mismo, mientras pasaba por primera vez en mi vida por Ocaña, o por Puerto Lapice, que alguien, y no se por qué, pronuncio Lapiche y a mí se me quedó esa “che” para toda mi vida en una especie de dislexia irrenunciable. Lo que se decía del nuevo destino es que tenia hasta dos cines en lugar de uno, pues debía de tener cinco o seis mil habitantes, creí oír, y su nombre, muy largo y rimbombante, era acortado allí, llamándose simplemente Infantes.
Era hecho notorio y conocido que Quevedo murió allí, lo que unido a ser el pueblo de Santo Tomás de Villanueva, glorioso joven que, según me contaron mis nuevos amigos, resistió las tentaciones de las bellas mujeres que su padre le metía en su habitación por las noches, a ver si se animaba y renegaba de convertirse en religioso, todo ello hacía que me pareciese un lugar con leyenda. Cuando llegamos se vio claramente que mi padre había subido de categoría ¡menuda plaza!, y señorío no le faltaba. Todo eran casas con escudos de piedra y muchas iglesias y conventos.
Enseguida lo recorrí los primeros días con la bici pequeña, que era la mía, calle tras calle y rincón por rincón, cumpliendo además una vieja manía que tenía, que era llegar a cada extremo de un pueblo hasta ver el campo y todas las salidas, que en este caso eran muchas. Las carreteras que salían de allí eran muy prometedoras, había mucho que explorar, pero tenía que crecer un poco más para que me dejasen ir de excursión. Mientras, en coche, se fueron realizando viajes a los alrededores, como a un sitio llamado Montiel que resultó ser una preciosidad y daba su nombre a toda la región, cuya capital era Infantes, y también daba su apellido a Sarita Montiel, la más bella y famosa del momento. Más lejos estaban las lagunas de Ruidera, que me parecieron bonitas, aunque viniendo de Sanabria y su lago no me impresionaron mucho.
En este pueblo pasé 6 o 7 veranos largos, larguísimos, casi todos enteros (un año las idas a Galende se acabaron), de casi cuatro meses, pues en aquella época las vacaciones estivales eran así, coincidiendo los finales con la vendimia, que era cuando se veían montones de tractores llenos de uvas por las carreteras, dirigiéndose a la nueva Cooperativa del Vino, en la salida de la carretera a Valdepeñas. Yo me había aprendido el truco, me lo habían enseñado los chicos del pueblo, de situarme con la bici detrás del tractor y gritar a las vendimiadoras ¡dame una uva, dame una uva! y enseguida alguna me tiraba un racimo y si tenía suerte y habilidad lo pillaba con las manos, si no, tenia que dar la vuelta y recogerlo de la carretera.
En esos años fui ascendiendo de bicicleta y de radio de acción. Fui muchas veces a Montiel, y la carretera de Valdepeñas o la de Villahermosa fueron también mis favoritas. Pero un año me aficioné a ir por la de Cózar, y más allá a Torre de Juan Abad, tratando de llegar hasta Villamanrique. Un reto, pues si me pasaba de la raya me veía obligado a volver de noche, sin luces y andando con la bici a un lado. Era una carretera más tranquila y sin tanto tránsito, y salía todos los días sin faltar después de comer, con la fresquita, que si se conocen los veranos manchegos es asunto de valor extremo y hasta de temeridad, pues el sol pica de lo lindo. Normalmente volvía al anochecer, justo a la hora del paseo por la calle mayor hasta el parque, y después de la cena a veces iba a uno de los dos cines, pusieran lo que pusieran, a comer pipas.
Pero otra vez me iba a encontrar, ¡que casualidad!, con Cervantes, pues a más leyendas el pueblo contaba con otra según la cual ese era el verdadero lugar de la Mancha de cuyo nombre, nadie sabía por qué, no había querido acordarse el autor. Se decía que sin duda era Infantes, que si por ser la capital del campo de Montiel, que si por los apellidos que había en el pueblo que aparecen en el Quijote largamente. En definitiva, era sentimiento y convencimiento general que ese lugar era la aldea de Sancho, y ¡cualquiera dudaba! Así pues se trataba de una villa cargada de historia por todas partes y llena de piedras vetustas, todo lo cual hacía que uno se sintiera en un sitio muy especial, una especie de atalaya cultural de la Mancha, no un lugar cualquiera.
Uno de esos años, no recuerdo cual, pero de los últimos que allí pasé, durante una larga tarde de siesta, convaleciente de unas fiebres muy altas que me habían dado, se me ocurrió preguntar a los Parra, pues vivíamos alquilados en las habitaciones de abajo de su casa, si había algo de cierto en cuanto a lo de este pueblo como “el lugar de la Mancha” del Quijote. Coincidía todo esto con una campaña turística iniciada poco tiempo ha, por la que toda villa manchega, sobre todo si estaba cerca de la carretera general, tenía que poner un gran cartel en las principales entradas del pueblo que dijese: “En un lugar de la Mancha…”, y los puntos suspensivos indicaban que aquel cuya entrada había sido adornada con tal rótulo era o podía ser el citado lugar. También se habían remozado e incluso reconstruido algunos molinos de viento, que se veían al venir de Madrid, una vez pasado Ocaña a la derecha. Por lo tanto el tema estaba de moda y allí fardaban de ser inequívocamente el pueblo con más posibilidades de acertar en esta historia, tanto que los puntos suspensivos de cada cartel que veía cuando venía de mis correrías, parecían ser mejores puntos que los de los otros pueblos. Y hasta habría que quitar los rótulos de los demás, pues se adueñaban del único titulo verdadero que correspondía, para mis ojos infanteños, a nuestro pueblo, habiéndome casi olvidado del otro lugar en Sanabria.
Digo de los Parra que eran simpáticos a más no poder, y unas bellísimas personas los dos, pues eran padre e hija: Pedro, ya muy mayor, y Nati, que era un encanto, también con las sienes plateadas. Tenían una casa hermosa, típica manchega, en cuya parte superior vivían ellos y en la inferior mi familia. Yo les hacía muchas visitas, pues me llevaba muy bien con ellos, especialmente con Nati, a la que quería mucho. Una tarde, digo, sin saber por qué o por hablar de algo con ellos, pregunté a Nati qué podía haber de verdad en toda aquella historia del “lugar” e Infantes. Ella, prudente, me dijo que algo había, pero también que ¡vete tu a saber!, ¿quién lo sabía?, pero, a falta de otro mejor, Infantes ofrecía muchas posibilidades de que así fuese.
Algo así me dijo Nati mientras el padre rumiaba entre los dientes y negaba con la cabeza, como deseando decir alguna cosa, pero Nati, que debía saber qué es lo que quería decir el otro, le hacía callar suavemente como diciendo ¿para que le vas a decir eso al muchacho, si no lo va a entender? Pero Pedro me dijo algo, que no oí bien, y Nati se lo recriminó dulcemente, y entonces su padre, picado, lo dijo más alto y por fin pude entender que decía ¡Cózar!, ¡y tu que sabes! le decía Nati.
Pero sintiendo que debía darme una explicación de todo aquello, me dijo que su padre pensaba que Infantes no podía ser la aldea del Quijote y Sancho porque era villa demasiado grande, incluso en aquellos tiempos, con siete iglesias y muchos conventos que ya existían entonces, y que la verdadera aldea, si existía, sólo podría tener un cura y un barbero, y no muchos. Por todo ello pensaba su padre que Infantes no podía ser, pero sí Cózar, que estaba al ladito, diez Km. al sur, y mucho más pequeño, llamándose antiguamente Casas de Cazar porque había mucha caza. Todo lo cual, según Pedro, y a Nati se la notaba que en el fondo también le iba esta otra teoría, era más congruente y estaba más en consonancia con el “galgo corredor” que se mencionaba en la primera frase del Quijote. Además Pedro decía que lo de “de cuyo nombre no quiero acordarme“era porque quizá Cervantes, que era algo jugador, debía haber apostado a las “tacillas”, juego único y típico de Cózar que podía mover mucho dinero, y que le habría ido mal, pues también tenía muy mala suerte en el juego, y debido a eso no querría acordarse de su nombre.
A mí, por las explicaciones que me dieron también me pareció que sin duda Cózar era más acertado que Infantes, y además tenía algo ese pueblo que me gustaba, aparte de una fuente de estupendisima agua en la que bebía siempre que pasaba sudoroso por allí, que era casi todos los días tratando de llegar a Villamanrique, mi pique de ciclista solitario. Fue lo de las tacillas lo que me convenció por completo por lo que después contaré. Porque de lo que más me acuerdo de esa tarde fue lo que pasó a continuación, y es que a mí me llamaron de abajo para merendar, así que me despedí rápidamente de ellos y salí de la habitación, pero cuando iba por el corredor hacia la escalera Nati salió también y me llamó, se acerco hasta mí y recuerdo que, acariciándome amigablemente la mejilla con una mano, me hizo prometer, más bien comprender, que no debía decir nada de aquello en el pueblo, pues “ya sabes como son en los pueblos, que todo se comenta“, y sí se sabía que los Parra iban diciendo por ahí que Infantes no era el “lugar de la Mancha” habría habladurías. Así se lo prometí y cumplí fielmente, pues había entendido perfectamente lo que me quería decir.
Lo de “las tacillas”, digo, era lo que más me había convencido, pues había jugado muchas veces a ese juego, ahora diré cómo. En las fiestas de Cózar, hacia mediados de Septiembre, en plena vendimia, se jugaba y apostaba, a veces mucho dinero, a las llamadas “tacillas”. Estas consistían en dos agujeros enormes que había en el suelo, al lado de la iglesia en la plaza mayor, y que tenía cada uno la forma de medio enorme huevo de avestruz, siendo dos para que se pudiera jugar en dos sitios a la vez, pues se jugaba sólo con uno. El caso es que dentro de cada agujero, cuyas paredes eran de cemento y debían estar muy lisas para que corrieran bien las bolas, había una hendidura grande que se llamaba olla o cazo o cazoleta o algo parecido, y a los lados dos hendiduras pequeñas y alargadas. El juego consistía en tirar ocho bolas a la vez en la tacilla y se podían quedar en las hendiduras en cualquier combinación posible, pero lo único que contaba era el número de ellas que quedaba en la cazoleta grande, si era par ganaba la banca, esto es el que había tirado las bolas y apostado el dinero inicial, si eran nones ganaban los otros, los que habían aceptado la apuesta.
Yo nunca vi jugar allí, todo esto lo sé por las descripciones que me hicieron. Pero sí jugué con mis hermanos en casa, pues no se nos ocurrió otra cosa que hacer un agujero en una vieja guía de teléfonos, con sus ranuras y todo, y de dinero utilizábamos recortes de periódico y en vez de bolas tirábamos garbanzos. Yo me arruine varias veces, y al que le pasaba esto tenia que ir con unas tijeras y empezar a hacer más recortes de periódico. Recuerdo que en mi codicia y desesperación trataba de cortar más hojas de las que se podían, doblándose a veces las tijeras, y hasta me llegué a hacer una pequeña ampolla en la mano del afán con que me aplicaba para obtener más, volver y recuperarme, cosa que nunca pasó. Pero lo que se me quedo grabado fue la desagradable sensación de arruinarme una y otra vez, debía tener mala suerte, como Cervantes, según decía Pedro Parra, y por eso le había entendido tan bien que no quisiera acordarse del nombre de este pueblo.
Así que me quedé con esta cantinela del lugar de la Mancha, y si bien jamás lo comenté en Infantes, cuando no estaba allí, siempre que podía, presumía de saber cual era el auténtico lugar y aldea del Quijote, Cózar, de cuyo nombre no quiso acordarse Cervantes por lo que yo sabía o creía saber, y, por si fallaba, guardaba en la recámara el pueblo de Zamora. En cuanto se me presentaba una oportunidad lo soltaba, cosa que era rara, pero que fue en tres o cuatro ocasiones a lo largo de mi vida, con resultados varios, alguno de los cuales trataré de explicar en este libro y con las consecuencias que más adelante se verán. Casi siempre lo decía con total seguridad y certeza, tratando de despuntar de agudo, con mucho cachondeo por mi parte, pero poniéndome muy serio y grave para causar más impresión y por si colaba.

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